¿Existe uno, o hasta qué punto
existe uno como individuo,
sin amigos, sin familia, sin alguien
con quien pueda uno relacionarse,
para quien la existencia de uno
tenga la menor importancia?
Esta reflexión del protagonista de la novela de Patricia HIGHSMITH "EL TEMBLOR DE LA FALSIFICACIÓN" (Alianza Editorial, Madrid 1993, pág. 183) podría ser el núcleo central de las ondas concéntricas de las obras que hoy se entrelazan.
Su cruce no puede ser más antagónico, pero precisamente por esa distancia, me han llamado la atención fusionable de ambas obras como sendas caras de la misma moneda que sería el occidental sumido en los extremos de contradicciones radicales, como las que expresa Don DeLillo en su conocida COSMÓPOLIS.
¿Qué es lo que ahora tiene importancia?
Ser consciente de lo que me rodea.
Entender la situación de los demás,
los sentimientos de los demás.
...
Creía que tú tendrías que ser bella.
Eso ya no es verdad.
Era verdad a primera hora del día.
Pero nada de lo que entonces
era verdad es verdad ahora.
(SEIX BARRAL, Barcelona 2003, págs. 143-144)
Sumido en esta nave semiespacial el cosmos de Eric, el plutócrata de genio nihilista que recorre las calles de Nueva York protagonizando esta novela, representado una suerte de concentrado de capitalismo urbano y deshumanización que, sin embargo, para situarse en un fondo sentimental hiperconsciente.
Frente a este surcador de la capital del mundo, el escritor que protagoniza el TEMBLOR DE LA FALSIFICACIÓN se mueve en un exilio forzado de una localidad de Túnez.
En tal apartamiento no deja de tener un cordón umbilical con Nueva York, del que recibe nada menos que el eco del suicidio en su apartamento del amigo cineasta que esperaba para realizar una película en Túnez y que, para más inri, ha tenido una relación frustrada con la mujer con la que el escritor aspiraba a casarse.
Todo parece romperse así, lo mismo que alrededor de la limusina de Eric parece derrumbarse la misma Nueva York en un caos de atascos, manifestaciones, altercados colectivos, funerales y demás eventos catastróficos.
Y es que todo es un remolino.
El remolino es la dramaturgia
del despojamiento.
Gritan y gritan hasta fundirse
en un alma común.
Y todo porque esta noche
ha muerto alguién,
porque sólo es girar vertiginoso
podrá aplacar su pesar.
(OB. CIT. PÁG. 163)
Aunque lo anterior viene referido a una danza de derviches, resulta una magnífica metáfora del movimiento que arrastra un mundo sumido en el caos. ¡Quién pudiera hacer que un baile así aplacara todas las amenazas existentes!
Nuestros protagonistas convocan a su alrededor a los oráculos de que disponen. El multimillonario Eric hace ir a su limusina desde analistas de bolsa, hasta médicos, pasando por alguna teórica intelectual, de la que anecdóticamente se pregunta:
Ella hablaba... tenía un don innato.
¿En que más creería? Sus ojos no delataban
nada. Al menos para él eran de un
gris tenue, remotísimos, carente de vida propia...
¿En donde estaba su vida?
¿Qué hacía al regresar a casa?
¿Quien le esperaba allí,
además del gato?
Creía que sin duda tenía un gato...
(OB. CIT. PÁG. 127)
Desconocidos con los que Eric intercambiará sexo en ocasiones, aunque no con su esposa, hasta algún momento catártico y dramatizado hasta el absurdo.
También el escritor en Túnez tendrá sus oráculos representados en un bohemio pintor danés (con el que tendrá una excepcional complicidad) y un fanático propagandista americano (con el que, sin embargo, saltarán desconfianzas, a pesar de su común nacionalidad.
También la metamorfosis del escritor habrá de pasar por su pareja, para que lo nuevo acabe pareciendo inservible frente a unas costumbres clásicas a las que parece volverse tras la enfermedad del relativismo cultural sufrido.
Todo se tambalea igualmente en el exilio, lo mismo que la limusina acabará manchada por la furia del entorno.
Sé que estoy conversando
con una pistola
que no puede responder
...
Decir su nombre se le antojaba
una derrota esencial,
el más íntimo de los fracasos
de carácter, de voluntad,
pero era también tan inevitable
que no tenía sentido
ofrecer resistencia.
(OB. CIT. PÁG. 221)
Hay un temblor esencial en la impostura que se pierde con la pérdida de lo ambicionado.